domingo, 9 de junio de 2013

1144 - LIBERTAD, MISTERIO Y PODER


LOS SÍMBOLOS

Ayer tuve la oportunidad de disfrutar una noche en excelente compañía, amena, diversa y entretenida.

Digo oportunidad, porque no siempre se puede. Muchos tienen una actividad social constante, pero quizás por esa multitud se pierde lo especial.

Hacia lo que en verano hubiera sido el amanecer pero anoche permanecía oscuro, surgieron una serie de temas que me dejaron pensando, incluso durante el descanso de hoy: ciclos, símbolos, pasados y futuros, qué vemos y qué queremos ver en lo que nos rodea.

Una frase se me quedó pegada: lo único permanente es el cambio.

No es mía, dicen que la dijo Heráclito, y yo la tenía de las clases de termodinámica, allá lejos y hace tiempo.

Pero realmente creo que todo cambia, aunque más no sea nos hacemos viejos por el simple paso del tiempo. Y eso nos cambia a nosotros, pero también nos cambia en cómo vemos lo que nos rodea. Los significados cambian, porque cambia nuestra realidad, y cambian nuestros ojos sobre ella. Lo que de chicos nos parecía importante, una novedad, una rareza, hoy lo damos por sentado, por obvio. Por eso es tan difícil sorprender a los viejos. Nos acostumbramos, tenemos la necesidad de integrar lo nuevo con nuestro pasado. Ayer ya es parte de nosotros, mientras que hoy todavía lo estamos viviendo, y sigue siendo fugazmente nuevo. Pero a medida que lo vivimos, nos damos cuenta que también ya fue, que acaba de ser y que el instante siguiente se transformó en éste, e inmediatamente es aquél. Es imposible ver todo al mismo tiempo, por eso nos gusta enmarcar las cosas, darle un contexto, nos ayuda a no tener que prestar atención a cada detalle, sino poder desenfocar los ojos y ver solamente el panorama, como si eso fuera más fácil. Y nos damos cuenta, a medida que vivimos, que poco a poco podemos meter todo en nuestro baúl de recuerdos, que podemos categorizar prácticamente todo, nada nos queda afuera, naturalmente o a la fuerza.

Somos limitados, no nos dan nuestras pobres neuronas para mantener obsesivamente cada pedacito de realidad vivida por separado: necesitamos juntarlos, agruparlos, buscar puntos en común y meterlos en cajitas prolijamente etiquetadas: bueno, malo, lindo, feo, rico, pobre, alto, bajo, mediano, interesante, simpático, agresivo, bondadoso, alejado, insensible. Y entonces cada vez nos encontramos con más cosas comunes, nos acostumbramos a categorizar, y buscamos, en este círculo vicioso, ejemplos para recordarlos a todos y cada uno. Y así nacen los símbolos. Un día nos damos cuenta que todo tiene un representante, y entonces buscamos representantes para todo. Pero a medida que a cada símbolo le agregamos nuestras vivencias, poco a poco van mutando, transformándose y cambian.

Lo símbolos son y valen solamente cuando son algo para nosotros. Algunos en común, otros personales, representan muchas cosas que tienen algo especial, significan. Una escarapela es un símbolo patrio, así nos enseñan en la escuela. Pero se transforma en una pequeña patriada cuando nos la ponemos esos días especiales. Patriada porque para la mayoría de nosotros, representa el único y pequeño acto real que hacemos por "la patria". Después, sálvese quien pueda.

Una moneda es un símbolo de bienestar, y de poder, pero de poder hacer, en el sentido de hacer cosas: tenerla nos permite conseguir aquello que deseamos o necesitamos. Pero también pasa de necesidad, de virtud, a vicio, simboliza lo que obtenemos aunque en el fondo no sirve para nada, lo superfluo, lo vacuo.

A veces vemos en los símbolos la síntesis de la realidad, como si la precediera, como si estuviera antes mismo que lo que representa. Nos gusta cuando esos símbolos nos dicen lo que queremos, aunque nos mientan en la cara. Y no nos gustan cuando nos descolocan. Los personificamos, les damos voluntad y vida propia. Nos enajenamos: ponemos todo lo nuestro, nuestra historia, cada momento vivido en una imagen, una palabra, un número, y luego soplamos y les decimos que anden, que se alejen. Nos endiosamos. Nos damos un poder que no tenemos. Y después seguimos a nuestra creación a donde nos lleve, ciegos a nuestra verdad. Preferimos no tener la responsabilidad por lo que nos pasa, al vernos impotentes ante el mundo, y culpamos a nuestro entorno: llueve, decimos, como si no pudiéramos evitar mojarnos, o como si estuviéramos obligados a disfrutar del arcoíris.

Las palabras son nuestros símbolos por excelencia. Y terminan siendo más importante cómo decimos algo, que qué decimos. Creemos que los nombres encierran un poder mayor al nuestro, un poder sobre las cosas: conocer el verdadero nombre de las cosas nos da poder sobre ellas, y sobre otros. Y el poder no se reparte, o pierde su valor. El secreto es el mayor poder: quiere decir que yo tengo algo que otro no, tengo ventaja, favoritismo. Transformar algo que nosotros mismos hemos inventado y a lo que le hemos dado, arbitrariamente, poder sobre nosotros, es el arte supremo, es algo críptico, esotérico, deseado. Cuando ese conocimiento es compartido, pierde valor, pasa de moda, es despreciado.

Le damos seriedad a simples vientos en el aire, solamente porque son nuestros. Darles importancia nos hace importantes. Reírnos de ellos les quita fuerza, aunque nos dé fuerza a nosotros. La risa no tiene sentido, la buena risa surge de pronto, sin pensarla, no significa, nos libera imprevistamente de nosotros mismos. Saber reírnos nos permite desendiosarnos. Nos permite hacer piruetas en el aire, y no ser solamente una hoja en el viento, siquiera en nuestros vientos.

Y entonces, me pregunto: ¿qué tanto nos reímos de nosotros mismos?


FUENTE: LO ÚNICO PERMANENTE ES EL CAMBIO 

REFLEXIÓN:

Me reenviaron este texto y lo primero que pensé es que edad tendría quien lo escribió. ¿Es tan viejo como para haber aprendido a reírse de sí mismo a medida que pasaron los años? ¿O quizá es un sabio joven-viejo de 40 o 50? No hay edad para ser joven o viejo, sólo es cuestión de cuánto tiempo nos lleva quemar etapas hasta aceptar lo que vivimos o lo que vemos o hemos visto.

Porque es posible descubrir los secretos de esta vida si somos capaces de mirar desapasionadamente la realidad que nos rodea y no se necesitan tantos años para darnos cuenta que todo cambia, que todos podemos abrazar la libertad aunque sea para brincar por el aire, el nuestro. Y descubrir que el misterio es el mayor de los poderes porque no es necesario explicarlo. Es un misterio, como el de las religiones: "lo dijo Dios" y lo creemos aunque sabemos que Dios no habla ni escribe.

La diferencia es creer a ciegas y con el corazón, con eso basta para aceptar lo indescifrable.

Cuando nacemos no nos hacemos preguntas, sólo necesitamos satisfacer los instintos básicos. Cuando crecemos empiezan las preguntas y cuando envejecemos ya no nos importan las respuestas. Y nos reímos...

Claro que a veces, ante lo irreversible, también lloramos...

ANA


(AGREGUÉ LA FUENTE QUE ENCONTRÉ EN INTERNET)

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