lunes, 14 de julio de 2008

125 - OCCIDENTE: ¿UNA VUELTA AL PASADO?


EL REDUCCIONISMO DE OCCIDENTE

Por George Chaya

Cuando un estado se ve acosado por una sucesión de fracasos, el mecanismo de la democracia obliga a que su clase dirigente busque políticas para fortalecerse y alejarse de la fragilidad de cualquier crisis. Pero cuando para prevalecer políticamente busca culpables externos, casi siempre es cuando los fracasos proliferan. Por caso, el mundo árabe ha conocido y sumado frustraciones desde los años 50 y durante toda la época del panarabismo de Abdel Gamal Nasser, y se profundizó a partir del advenimiento de las corrientes islamistas surgidas en 1979 con la revolución islámica de Irán.

En Europa, los pacifistas y los progresistas que nos han legado “el mayo francés” muestran ineficiencia cada vez que gobiernan. Con sus discursos de revanchismo y odio naufragan en su labor de gobierno, contribuyendo a la vez a demonizar al Occidente del que forman parte. Y en los años de la posguerra europea, estos sectores difundieron pacientemente la descalificación de la seguridad continental en nombre de la libertad.

Lo que interesa subrayar aquí es el rasgo general que caracteriza a todo el mecanismo: el reduccionismo . Este vicio común que ha caracterizado el largo declive de Occidente frente al avance del terror islamista gana fuerza con el abuso de la memoria acusadora: en lugar de generar un nuevo proyecto, la preocupación dominante de los gobernantes europeos consiste en maldecir al antecesor, y viceversa. Tras cinco décadas de progreso, vemos que en los últimos años no hay ni ideas ni nuevas teorías, la demonización ha pasado a ser el deporte nacional.

Algunos observadores internacionales han venido usando dos expresiones para calificar a los estados disfuncionales. Para calificar a algunos de ellos, como Irán, Cuba, Siria o Corea del Norte, se habla de "estados criminales", porque violan cínicamente el derecho internacional. Otros reciben en cambio el nombre de "estados fallidos", porque ni siquiera aseguran su orden interno.


Naciones como Haití o Afganistán, por ejemplo, rozan peligrosamente esta calificación.

Estos calificativos negativos describen de algún modo la situación actual de Europa si consideramos el avance del islamismo radical en países como Inglaterra u Holanda. En lo referente al concepto de "estado fallido", existe la impresión de que los cimientos de algunos estados europeos flotan sobre arenas movedizas. Los ataques de Londres, las bombas de Atocha, el asesinato de Theo Van Gogh, la independencia de Kosovo, el “no” de Irlanda a Lisboa… las dudas se manifiestan con frecuencia en situaciones diferentes, si bien todas tienen en común la inacción a nivel continental. Se observa la impotencia y el deseo de no actuar contra enfermedades que corroen a la cultura occidental.

En un momento en que el poder y la moral de los gobiernos rozan los calificativos de estados "fallidos" o "abusivos", ¿no sería importante que, por ejemplo, la Unión Europea hiciera de tripas corazón con el problema nuclear iraní y decidiera que también ella encabeza un poder supranacional serio que no se deja amedrentar por gobiernos terroristas?

Pero las cosas no son así. A la ilusión de la vida en democracia le sigue la desilusión alimentada por sucesivas crisis, la ausencia de un proyecto claro que ilusione (sustituido por el revanchismo) y también la capacidad de resistencia de la progresía occidental, que debilita desde dentro los organismos supranacionales.

En ese contexto de debilitamiento de las jefaturas de los estados, los movimientos y organizaciones “civiles” por diferentes causas, como la defensa de los derechos humanos, se han ido desdibujando. Recogen el testigo de los gobiernos erigiéndose en defensores de principios universales y guías de los gobiernos. Han desarrollaron prácticas e interpretaciones parciales. Pero pocos reparan en ello. Es evidente que un sector internacional, el que se proclamó defensor de la libertad en nombre de la multiculturalidad, se ha ofrecido de podio para dictadores y amenazas para la paz. Pero es evidente también que nadie parece tener problemas con ello. Y es evidente también que los primeros en no tener problema con ello son aquellos que más problemas deberían tener.

Y la cosa empeora; hay quien cuestiona la medida en la que Occidente ha sido o puede ser "víctima inocente" del terrorismo islamista. Retribución por el colonialismo. La pena impuesta por el imperialismo. Con facilidad se afirma que muchas víctimas no son tales, sino que son hijas de una modernidad irrespetuosa que avasalla e invade pueblos y socava culturas ancestrales, que deben permanecer vírgenes (incluso si violan sistemáticamente los mismos principios de antes) en nombre de la civilización. Es aquí desde donde parte la reivindicación por parte de no pocos de principios y métodos que, de ser practicados por Occidente, provocarían escándalos, pero que al ser practicados por el Tercer Mundo, no sólo no reviste ningún problema apoyarlos, sino que hay que justificarlos y maquillarlos: se llama combatientes, militantes o resistentes a elementos terroristas; se proclama nuevamente la superioridad de los fines y la legitimidad para apelar a cualquier medio, siempre que se pertenezca a la élite de los “no-juzgables”.

Es ese nuevo componente de justificación el que integra la tradición de “los dueños de la verdad”, con su gusto por la espectacularidad y su intolerancia. Si el occidental se resiste a aceptar que lo que practicado por él es “terrorismo de estado” pasa a ser “lucha por la libertad” en manos de otro, es necesaria la instauración de un tribunal, que pasan a ocupar solícitamente los mismos grupos y ONG erigidas en brújulas morales de gobiernos. De aquí se institucionaliza la denuncia “rápida y de escasez probatoria”: si el autor material es occidental, el acto es constitutivo de delito. Si por el contrario procede del Tercer Mundo, el delito es una graciosa muestra de folklore popular proveniente de una cultura a la que es necesario mantener virgen en aras de “la diversidad”. Con la reivindicación de los desposeídos por su idealismo, desaparece por completo el ideal del Estado de Derecho: los derechos de algunos son más iguales que los derechos de los otros. Sólo así es comprensible entender, por ejemplo, que practicantes de racismo ocupen los principales cargos de organizaciones presuntamente anti-racistas, que países que ejercen la violencia contra la mujer brillen por su ausencia en los informes sobre violencia doméstica, o que la defensa de los derechos humanos acabe por ejemplo en las fronteras de Europa.

El problema es que el proceso no se limita a aquellos estados que eligen estos derroteros, sino al principio mismo que los anima. ¿Es posible entender, practicar o defender los derechos humanos, si el primer postulado expresado por nuestras acciones es que no son universales? El poder moral que se adjudicaban a los principios inamovibles antaño se erosiona y desaparece, y esta es la consecuencia más terrible y lamentable de las políticas de muchos gobiernos de Occidente: el reduccionismo o relativización de sus pilares fundamentales acompañado del refuerzo a todo lo que es diferente a ellos.


* George Chaya es escritor, docente y analista en geopolítica para Oriente Medio e Íbero América. Ha asesorado a varios gobiernos de América Latina en materia de Oriente Medio. Es columnista del Diario de América en los EE.UU.


FUENTE: Grupo de Estudios Estratégicos (GEES) -
10/07/08

http://www.georgechaya.org:80/elreduccionismo.htm


COMENTARIO:

Preocupa la precisa descripción de George Chaya del doble standard con que se manejan en cada país y en los organismos internacionales a la hora de evaluar y dictaminar los acontecimientos negativos que se suceden en el mundo, según quién sea el que los ocasiona. No se aplica el principio de "universalidad", como si determinar si algo es condenable o no dependiera de quien es el autor. ¿Cuál es la explicación?

¿Podría ser la autoexpiación por los crímenes del colonialismo lo que provoca el autoodio europeo?

¿O quizá la falta de capacidad para determinar cuál es el problema y por tanto no saber cómo resolverlo?

¿Será la falta de cohesión del mundo libre para actuar en conjunto en defensa de los valores democráticos universales y en cambio cada cual juzga y actúa según sus propios intereses?

¿Es un problema económico lo que ocasiona esta falta de coherencia entre países democráticos?

¿O es el miedo de perder la calma y satisfacción con que se vive la modernidad en aras de un presente porque no se asume la responsabilidad que se tiene con el futuro?

Cualquiera de estas preguntas puede tener una respuesta afirmativa y porque son demasiadas es más fácil seguir una senda conocida que intentar otros caminos más justos que aseguren la paz para todos, aceptando situaciones que atentan contra las conquistas de la democracia.

Todo cambio es un riesgo, ganar o perder, y nadie está dispuesto a perder aunque de por sí la ausencia de tomar ese riesgo implica ya una pérdida. Parecería que se trata de una lucha por cual será el polo de poder que prevalecerá y que esa es la causa por la falta de unidad de un mundo que cuando se dice "democrático" está partiendo de una premisa falsa. Todos los países así se declaran aunque muchos no lo son ni en los hechos ni en sus ideologías, teñidas de autoritarismo e injusticia social.

Hasta los organismos internacionales de derechos humanos, creados como un alerta para defender esas conquistas pueden fallar en sus objetivos cuando son desoídos e ignorados.

Los indicios son claros para determinar qué países deben ser presionados con políticas que sean lo suficientemente duras, como para que se produzcan los cambios internos en defensa de los derechos de cada individuo y que no pueden ser violados: libertad para todos y respeto por sus derechos inalienables es una síntesis de lo exigible, sin excepciones. Estas son las aberraciones que suelen incluirse y aceptarse bajo el cómodo concepto de "diversidad cultural", que oculta la incapacidad de resolver los problemas que hoy nos amenazan.

Una actitud que me suena peligrosamente a "APACIGUAMIENTO".

ANA

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